Gracias por el topic, me he reído muchísimo!
Cuando yo era pequeño, veinte años hace de eso, en Madrid a partir de Octubre hacía frío del de verdad. Mi madre entraba a trabajar pronto, y yo vivía lejos del cole, así que a las 6:30 de la mañana mi madre me sacaba a la calle para dejarme en el cole antes de que ella entrara a trabajar. A esas horas mi abuelo, que vivía en el piso de abajo, ya había perfumado el rellano de la escalera con aroma a café recién hecho, pan tostado y ajo... Sospecho que mi abuelo intentaba decir sin salir a la escalera que él ya estaba levantado y que el niño se podía quedar con él, pero el caso es que me recuerdo levantándome muchos sábados a las 6:30 para desayunar con mi abuelo aquellas tostadas con ajo "restregao". A día de hoy me sigo levantando media hora antes para tostar pan.
Todo el arte que tenía para las tostadas, y para el gazpacho (y para varias docenas de cosas más) no lo tenía para la tortilla. Lo que sí tenía era voluntad de agradar, así que cuando vovlvía de vacaciones con mis padres, no importaba la hora del día que fuera, mi abuelo estaba esperándonos con una amalgama de patatas, huevo y cebolla de una consistencia tal que se hubiera podido tirar un duro contra ella y que éste rebotara hasta volver a la mano. Tortilla "preta" se acabó denominando a esta especialidad, sólo engullible a base de cariño. Aparte de mí y de mi madre no conozco a mucha gente que sufra ataques, a veces lacrimógenos, de nostalgia causados por la contemplación de tortillas incomibles.
Algunos años después, cuando empecé a hacer teatro, yo era un chavalín que pintaba decorados mientras los mayorzotes (los mayorzotes no pasaban de los veinte años ninguno) actuaban. Se ensayaba también los sábados, y en invierno era costumbre que cada uno aportara algún elemento de un pantagruélico desayuno comunal. Recuerdo en especial unos bocadillos de patatas fritas (de bolsa, claro), y un café con leche condensada al que se le añadía un, cada vez más generoso, chorrito de un anís que lo hubiera podido utilizar la NASA como combustible, Machaquito, con etiqueta azul celeste y foto de torero antiguo.
Cuando llegaba de entrenar por las noches me hubiera comido a mi propio padre. Mi padre, para evitar esto, hacía unos San Jacobos compuestos por dos filetes de lomo de ternera entre los que posicionaba, sin muchas sutilezas, trozos de lacón y queso de gruyere. Empanado y a la sartén. Y con patatas fritas.
Veintimedio: Me lían para ir a Murcia a dirigir actores para un largo. La primera semana comíamos hasta postre. A veces dos veces. Presupuestadas tres semanas de rodaje, la cuarta no nos daba ni para papel de fumar. Entre el técnico de sonido, Curro, (unos 30 kilos de peso, con bigotito, parecía un monigote de Forges, majo hasta decir basta) y un servidor, improvisábamos lo que fuera con lo que había (no menos de 10 variedades con la patata como protagonista... a veces única), pero el plato estrella fueron unos espaghetti con arroz, media cebolla y un dedal de aceite de oliva con el que nos despedimos los dichos y seis o siete personas más de aquél rodaje. Nunca una alacena quedó tan limpia.